Tarde de domingo en la playa
Los
últimos bañistas empezaban a desfilar camino de la ciudad. Allí nos quedamos
nosotros, acompañando a los pocos surferos que intentaban cabalgar sobre las
olas y esperando a que el cielo se llenara de estrellas. Comenzamos a poner
música en el teléfono móvil para pasar el rato y que no quedara ese estúpido
silencio que queda a veces cuando no hace falta hablar.
“Quizá
hemos nacido para correr”, dijo ella al cabo de un rato sin decir nada, viendo como
se movían ágiles los surfistas sobre el mar picado. “Quiero decir, fíjate cómo
ha caído la noche sobre nosotros, cómo se ha vaciado la playa de gente, cómo ha
subido la marea. Y nosotros no nos hemos movido de aquí. El tiempo pasa rápido
y nosotros deberíamos correr junto a él”.
"¿Y
eso a qué viene?", preguntaba yo. Ella respondió, con esa sonrisa que ponía a
veces cuando algo le hacía gracia o cuando mi inglés no era demasiado bueno: “Dentro
de unos meses, te acordarás de mi. Pensarás que tendrías que haber corrido
igual que yo. Querrás correr más rápido, pero te habré dejado atrás y no me
podrás alcanzar”.
Para
romper el silencio de mi incomprensión, ella acabó: “No espero que lo entiendas
ahora, pero tengo una cosa para el camino” Allí, delante de nadie, nuestras
miradas se encontraron como dos piezas de un rompecabezas. Se acercó lentamente
y nos quedamos a dos centímetros. El destello verde del último
rayo de sol nos alcanzó.
Al cabo de unos meses, cuando ya no pensaba en eso, el tiempo le dio la razón: nunca había estado tan cerca de ella como en
ese momento. Después, recogimos nuestro trozo de arena y corrimos hacia
la estación de tren. Sentados en el comboio,
sus ojos castaños reflejaban lugares lejanos, con agrestes montañas que morían
en un océano infinito, playas de arena negra, bosques frondosos y pueblos
perdidos. Era demasiado tarde; ella corría sin remedio, como el tiempo que nos
llevaba a casa.
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